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Domingo 27 de Marzo de 2011

Por María José González Ordovás - Consejera de Ecodes. Profesora de la Universidad de Zaragoza.

En boca de uno de sus personajes Camus dice en El extranjero: "no se puede ser siempre razonable". Y admito que, a nivel individual, ser permanentemente sensato, reflexivo o acertado, por citar sólo alguno de los sinónimos de razonable, es muy, pero que muy difícil. Sin embargo como grupo no tenemos otra opción. Soy consciente de que la palabra "grupo" despierta grandes recelos en distintos sectores: neoliberales, nacionalistas... no obstante no podemos, ni sabemos sobrevivir sin el grupo. Basta con ver alguna de las imágenes tomadas en Japón tras los sucesivos desastres para darse cuenta de ello. Voluntarios acarreando víctimas, vivas o no, trabajadores sacrificando su salud y seguridad para proteger al resto... Podrá decírseme que eso es propio de la idiosincrasia japonesa y sí, lo es, pero más allá del Imperio Nipón el grupo sigue siendo imprescindible, insustituible. El humano recién nacido, a diferencia del de otras especies, no puede valerse por sí mismo de ningún modo y en ninguna medida durante un largo periodo, depende de su grupo y cada vez lo hace por un mayor espacio de tiempo. Eso significa que su inteligencia es colectiva, su formación le viene dada con y a través de su grupo. Y siendo eso así, ¿por qué algunas de las decisiones más importantes de ese grupo no se toman colectivamente, de forma participada? Parto de la hipótesis, espero que no ingenua, de que la mayoría de nosotros deseamos una sociedad decente y aunque cuento con que cada quien rellenará el término "decente" de una manera propia creo, quiero creer, que hay un núcleo común compartido, compartible de lo decente que también nos convierte en grupo.

Comparto con el profesor Avishai Margalit la idea de que, en primer término, sociedad decente es aquella que no humilla a sus integrantes. Cierta y desgraciadamente hay muchas formas de humillar: desde considerarles algo así como sub-personas si no se respetan sus derechos y por tanto sus necesidades básicas hasta negarles el derecho a tener derechos, que es lo que en ocasiones se hace con los extranjeros. Pero también, me parece a mí, verse envuelto, casi cercado, quiérase o no, por una serie de decisiones en las que no hemos tomado parte que afectan a nuestras vidas de manera directa y trascendental. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a las consecuencias de un accidente en una central nuclear. La nuestra es una realidad sociotécnica de la que se nos suele escamotear la participación con el argumento de que por tratarse de cuestiones científicas tremendamente complejas la mayoría de la población no está en condiciones de opinar. Yo niego la mayor. Cada vez es más evidente que junto con los innegables avances y beneficios aportados por la ciencia a nuestras vidas, la tecnología puede acarrear, por sí misma, riesgos importantes. Y no digamos nada cuando no hacemos uso sino abuso de esos adelantos impulsados por la mano invisible del mercado, mano que, por otra parte, para ser invisible a veces da auténticas bofetadas. Sería el caso del derroche energético con consecuencias tal vez irreparables en nuestro medio ambiente, entiéndase aquí como sinónimo de condición de vida de ésta y próximas generaciones. Ya en 1986 el sociólogo alemán Ulrich Beck describió nuestra sociedad como "sociedad del riesgo". Desde entonces no estoy muy segura de que hayamos sido capaces de aprender a gestionar ese riesgo que, en definitiva, es nuestra forma de vida. De lo que sí estoy segura es de que sólo de manera consensuada podremos y deberemos contribuir a crear una nueva modernidad más reflexiva en la que no vivamos esquivando el infortunio sino trabajando y participando pues, aunque en ocasiones en la vieja Europa no lo parezca, el mundo está por hacer.

Publicado en El Periódido de Aragón

Es tiempo de actuar

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