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Viernes 10 de Enero de 2003

El naufragio del Prestige es uno de los asuntos más reveladores, entre los acaecidos en los últimos años, de cómo están las cosas en España. El asunto ha merecido la atención de la opinión pública, que parece haber incrementado unos cuantos grados su sensibilidad medioambiental; igualmente, ha descubierto algunos rasgos de cómo se enfrenta la sociedad española y el Estado a catástrofes de esta naturaleza. No quiero insistir en estos extremos. Sí cabe, sin embargo, explorar otras perspectivas menos visitadas. Dejo para otra ocasión la respuesta primera de las empresas españolas más vinculadas al territorio afectado por la marea negra o que disponen, por la actividad desarrollada, de medios humanos y logísticos aptos para hacer frente a estas circunstancias. En general, el balance ha sido desolador. Pero hoy prefiero referirme a la marea que, con toda probabilidad, sucederá al chapapote: la marea gris.

Leo que el presidente Fraga propone, entre otras, las iniciativas siguientes: el acortamiento de los plazos previstos para la llegada del AVE a Galicia, un puerto de refugio en A Coruña, la prolongación de la autovía del Cantábrico a lo largo de todo el litoral gallego, y un conjunto de polos industriales en áreas geográficas pobres de Ourense y Lugo, aunque no vayan a sufrir el impacto social y económico del vertido del fuel, más otro polo de desarrollo en la Costa da Morte. Leo también que la Xunta de Galicia se dispone a flexibilizar su política sobre la instalación de parques eólicos en la costa dañada: bálsamo financiero para sus ayuntamientos. No niego la justicia histórica de tales demandas, ni siquiera su oportunidad. Sin embargo, conviene establecer el denominador común de las mismas: el cemento. Es la marea gris.

Suele ser bastante habitual que la respuesta humana a las catástrofes ecológicas consista en la propuesta y ejecución de programas que pretenden revitalizar la economía destruida por la alteración de las condiciones medioambientales. Un cínico diría que cómo no ha quedado nada a preservar más vale ocuparse del futuro de una manera distinta. Pasa con los bosques incendiados: en ocasiones, después, se convierten en suelo urbanizable. La paradoja es que la naturaleza disfruta de una capacidad notable de regeneración: las catástrofes ecológicas son, en un plazo más o menos amplio, reversibles. Las mareas grises no lo son. Añado también que la fotografía publicada de los presidentes de las principales compañías constructoras españolas y la noticia del reparto acordado de la costa gallega (no se sabe a qué efectos) son todo menos tranquilizadoras. Pero he dicho antes que dejo para otro día la descripción del comportamiento observado por las empresas españolas. En fin, nadie debería dudar que la catástrofe del Prestige ha contribuido a afianzar la sensibilidad medioambiental de la sociedad española, lo que es una buena noticia. Sólo queda acertar con la solución del problema: nada menos que una restauración compleja y masiva. Tengo para mí que debería exigir más inteligencia, investigación y cuidado que cemento.

Alberto Lafuente Félez (*) Miembro del Consejo Editorial de EXPANSION y La Actualidad Económica

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