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Lunes 05 de Abril de 2004

La publicación por Berle y Means, en 1932, de The Modern Corporation and Private Property puso sobre la mesa la divergencia de intereses de propietarios y gestores de las grandes empresas americanas. Los accionistas debían temer que los directivos atenderían fundamentalmente sus propios intereses. Desde entonces, la literatura sobre buen gobierno de las empresas ha crecido a tasas inusitadamente elevadas. Con resultados prácticos modestos. La implantación generalizada de códigos de gobierno y la propia regulación de los mercados no han impedido que, con cierta frecuencia, los medios de comunicación nos regalen episodios de bandidaje de los directivos, o de los grandes accionistas. El problema, dicen, sería la avaricia; la solución, cómo mantenerla bajo control. Lo malo es que la solución no funciona del todo. Quizá, nos hayamos equivocado en la definición del problema.

Napoleones

Desde 1932, pues, buena parte de los avances en materia de gobierno corporativo ponen el acento en cómo hacer frente a la avaricia. La existencia de consejeros independientes, la creación de comisiones, o la no concentración en la misma persona de los cargos de presidente del consejo de administración y primer ejecutivo son algunos de los remedios. Sin embrago, éstos parecen poco efectivos. Que se lo pregunten a Lord Conrad Black; ex-presidente ejecutivo y, hasta hace poco, principal accionista de Hollinger Internacional, tercer grupo comunicación del mundo. También miembro de la Cámara de los Lores Británica. Entre las joyas de su grupo de comunicación se encontraban The Daily Telegraph, The Jerusalem Post o The Chicago Sunday Times. Con fama de erudito, publicó una biografía de Roosevelt y ha confesado repetidamente su obsesión por la figura de Napoleón: se rumoreó que había comprado en subasta el pene conservado en formol de Bonaparte; tuvo que elaborar un comunicado oficial negándolo. Su mujer contaba en 2001 que Conrad tomaba las decisiones importantes sentado en la silla utilizada por Napoleón para firmar tratados.

Los problemas de Lord Black comenzaron el pasado verano; antes había manifestado que el gobierno corporativo era una “moda” practicada por “terroristas”. Ahora sabemos porqué. En noviembre de 2003 se vio obligado a dimitir de su puesto ejecutivo en Hollinger; una investigación independiente probó que Lord Black y otros tres ejecutivos se habían embolsado treinta y dos millones de dólares. En enero de 2004 abandonó también la presidencia del consejo de administración. Por el camino, Lord Black había admitido haber gastado ocho millones de dólares de la compañía para la compra de material histórico para su biografía de Roosevelt. En declaraciones al Financial Times manifestó que había utilizado dinero ajeno porque “ocho millones de dólares es una suma que no estaba preparado para gastar”. El resto tampoco era ejemplar; la venta de activos a precio inferior al de mercado a compañías controladas por él; o la contratación de servicios para Hollinger, a precios abusivos (más de doscientos millones de dólares entre 1996 y 2003), a compañías controladas por Lord Black. Según The Wall Street Journal Hollinger Internacional vendió en 2001, por un dólar, un periódico que había comprado por casi dos millones; la oferta del dólar, ganada por Horizon, una compañía también controlada por Lord Black, fue, sorprendentemente, preferida a la de un editor californiano dispuesto a pagar 1,25 millones de dólares. Del resto, lo de siempre: se casó con una imitadora de Imelda Marcos que, para una entrevista en Vogue, posó rodeada de más de cien pares de zapatos.

Lord Black no es más que un nuevo capítulo; el próximo escándalo lo relegará al olvido. Los casos de Tanzi (Parmalat), Dennis Kozlowsky (Tyco) o el mismo Lord Black, ponen de manifiesto que el problema del gobierno corporativo pudiera ser otro: la locura. La avaricia sería sólo el síntoma. Sólo así cabe explicarse el estrafalario comportamiento de ejecutivos devenidos en dioses y su inocente esperanza de no ser descubiertos. Parecen ser presa de una infección, cuya gravedad está directamente relacionada con el número y alcance de los éxitos anteriores, la fidelidad del contable, la confianza en si mismos y la incapacidad de los consejos para pararles los pies. Tampoco pueden hacerlo los códigos de gobierno corporativo. Son líderes carismáticos, y ya se sabe: a los líderes carismáticos se les obedece. Milgram nos ofreció hace algunos años la clave de este misterio: grupos sociales pequeños (los consejeros fidelísimos) pueden anular el discernimiento de grupos más grandes (los consejos).

Locuras corporativas

El fenómeno no es exclusivo del capitalismo de hoy; también anidó en figuras tan señeras como Henry Ford. A mediados de los años veinte, Harry Bennet se convirtió, por decisión de Henry Ford, en el personaje más poderoso de Ford Motor Company. Era su jefe de seguridad. Un matón. Su confidente. Bennet era nutriente de las paranoias sobrevenidas de Henry Ford; éste se creía objeto de una conspiración auspiciada por la familia Du Pont, Roosevelt y el consabido (por habitual en las conspiraciones al uso) lobby judío. A comienzos de los años treinta, Ford era ejemplo de compañías pésimamente gestionadas y lideradas por un mesías a quien nadie podía toser. Tampoco su propio hijo, Edsel, a quien sometió a todas las humillaciones posibles. En 1931, las ventas de Ford cayeron en más de un millón de vehículos. El número de empleados se redujo a la mitad. No fue la crisis de 1929; Chevrolet le había robado el número uno en el sector del automóvil, y el nuevo modelo de Chrysler llevaba camino de arrebatarle el número dos. Su modelo A había sido un fracaso. Los competidores se había dado cuenta que la gente no compraba sólo ruedas; el diseño era importante. El departamento creado al efecto en General Motors contaba con más de cien empleados. En Ford, sólo Edsel Ford, presidente nominal de la compañía, se preocupaba de estas menudencias. Pero, ¿quién podía llevar la contraria al inventor de la producción en cadena?

Edsel murió y Henry Ford constató que la compañía necesitaba savia nueva. Con setenta y nueve años, el viejo Ford se nombró a si mismo presidente, con Bennet como fiel ayudante. Bennet respondió, como suele ser habitual, llevando a la compañía al borde del precipicio y llenándose los bolsillos por el camino. Ford Motor Company se convirtió en paraíso de comisionistas. Por aquella época, en 1944, Henry Ford firmó una cláusula en su testamento que establecía que, durante los diez años posteriores a su muerte, nadie podría ocupar el cargo de presidente de la compañía. No era mortal. Al final, la presión ejercida por la familia consiguió que Henry Ford se retirara. Harry Bennet le siguió inmediatamente después. Así lo cuenta Douglas Brinkley en Wheels for the World (Viking, 2003)

Cultura clásica

La anterior es la cara desconocida Henry Ford. La moraleja está en que, al igual que en el caso de Lord Black, o de ENRON, Parmalat, o Tyco, el consejo de administración no impidió a los desmanes de sus presidentes. Nadie se atrevía a contrariarles. Que las recomendaciones de gobierno corporativo pongan el énfasis en la avaricia parece dejar de lado las causas últimas de los problemas de gobierno corporativo: el mesianismo, la soberbia, o la locura. Por eso, la sofisticación de las prácticas de gobierno corporativo no evita los desmanes habituales. Quienes dedican sus horas a fabricar recomendaciones de buen gobierno harían bien, pues, en contemplar mecanismos que pusieran bajo control el mesianismo del jefe y la admiración ciega de sus palmeros. Las limitaciones temporales sobre permanencia en el cargo, las excedencias obligatorias, la asistencia obligatoria a ejercicios espirituales, o la visita semanal al diván del psiquiatra podrían ser de ayuda. En general, cualquier regla que vigile la lengua de fuego. El poded enloquece; el poder absoluto enloquece absolutamente.

En último término, las normas de gobierno corporativo podrían buscar inspiración en los clásicos. Los desfiles triunfales en Roma, que terminaban en el templo de Júpiter, daban un baño de multitudes a los generales victoriosos. El triunfador desfilaba en un carro, con un esclavo pegado a su espalda, cuya única tarea era la de susurrar a los oídos del triunfador una frase repetida: “Recuerda que sólo eres un hombre”. Cambien el carro por el jet privado, el templo de Júpiter por la Bolsa de Nueva York, los prisioneros encadenados por las adquisiciones, y las multitudes romanas por Bloomberg Television. Nos falta el esclavo.

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Artículo de Alberto Lafuente y Ramón Pueyo, publicado previamente en el diario El País el 4 de abril de 2004.

Es tiempo de actuar

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